martes, 19 de abril de 2011

Sin identificar

   

                                                                       "No hay hechos, hay interpretaciones"
                                                                                          Friedrich Nietzsche

                                                             
A su lado dormía Karen, aunque no estaba del todo seguro de que fuera ese el nombre de la rubia sueca que yacía de espaldas en su cama, con su cuerpo apenas cubierto por la sabana. Sabía, de eso sí que estaba seguro, que la había conocido en un bar de copas del barrio. Se fijo en ella, y dos horas más tarde estaban haciendo el amor en su apartamento.
Aún se respiraba en toda la habitación la almizcleña fragancia a sexo y Lucky Strike frío, junto al perfume de ella que, en ráfagas, invadía todo el ambiente.
Julián deslizó su mano con suavidad por su rostro y su pelo para intentar despertarla, mirándola con una sonrisa leve. La blonda mujer reaccionó con las primeras muecas del despertar, mostrando, entre parpados a media asta, su mirada celestial.
Julián preparó un aromático y reconstituyente café que llevó a la cama, y mientras intentaba comunicarse con ella entre gestos y palabras sueltas en ingles, observó a la hermosa mujer de marcados rasgos nórdicos; sus ojos celestes se movían dentro de un contorno de parpados afilados, y su mirada podía ser infinitamente dulce como cáustica, según lo que se propusiese; sus labios afresados, gesticulaban y se hincaban antes de ser besados;  su cabellera espesa y lacia enmarcaba sus pómulos agudos; sus hombros rectos y sus pezones redondos y rosados. Aunque por separados delicados como el oro, sus atributos estéticos unidos, más su actitud guerrera, la convertían en un autentica vikinga.
Julián tenia treinta y dos años. Era atractivo y sabía utilizar esa virtud con delicada maestría. Pocas féminas podían retraerse de su encanto aprendido con cada relación, con cada charla. Él no sólo era físicamente apetecible, dos horas diarias de gimnasio y una dieta milimétricamente equilibrada lo justificaba, sino que desplegaba unas tácticas de seducción que para una mujer eran sencillamente irresistible. Julián tenía la virtud de saber escuchar. Pero no sólo era que pareciera atender a la conversación de las mujeres con las que se relacionaba, sino que realmente mostraba atención y no perdía el hilo de la charla para poder meter sus comentarios a tiempo y demostrar que estaba realmente interesado en lo que ellas decían. Desde los veinte años aprendió que ellas simplemente deseaban a un hombre que las escuchara y que se interesaran por su placer, sin miedo a preguntar qué caricias eran las más placenteras y qué lugares de su anatomía eran los que las llevaban a ese lugar poco explorado del goce infinito.
La sueca continuaba bebiendo a sorbos cortos el humeante café, mientras lo miraba sonriente. Julián se dio cuenta de que se encontraba en uno de esos momentos en los que se pueden tomar dos decisiones cuando se está con una persona desconocida en la misma cama, y con la que horas antes se acababa de tener sexo: bien apurar el café y excusar la separación por el tiempo que no se tiene, o bien volver al reinado de los besos, lenguas y copulaciones con el aliento que aún quema. Para ambos fue inevitable sumergirse en la segunda opción, aunque para ambos también era cierto que el tiempo era escaso y no era cuestión de desperdiciar un buen polvo junto a un excepcional amante.
Julián acariciaba con su aliento los tobillos estilizados de ella. Subía por su pierna hasta su jugosa y húmeda sima del placer aún con el impregnado aroma del sexo de ambos. Viajó hasta su vientre y continuó hasta dejar su boca jugar con sus enhiestos pezones. Conquistó una vez más su cuello, haciendo que su lengua acariciara su yugular, para después dirigirse al tierno lóbulo de su oreja.
Entre el parpadear que lleva en sí el deseo de besar un cuerpo, percibió, de soslayo, que su cabellera dorada comenzaba a tornarse a un tono ceniza. Su piel blanca, casi rosada, mutaba a un tono entre gris y verdoso, sus ojos celestes que hasta hace segundo hacían juego con el color celeste de la sabana, comenzaron a opacarse. Julián se disoció de esa previa amatoria sobresaltado y enseguida se retiro al baño entre incoherentes excusas y un pronunciado temblor en sus labios.
Se refresco la cara, pasó agua fría por su nuca y se miro fijamente en el espejo, como intentando calmar su alucinación. Respiró profundamente, intentando calmar sus desbocadas pulsaciones. No había bebido lo suficiente como para que aquella extraña visión fuera producto de un delirio pasajero provocado por el alcohol. Se miró de nuevo en el espejo y se convenció que era una simple pesadilla, una tontería a la que no debía echar cuenta. Se animó a sí mismo y se volvió para salir de su inmaculado cuarto de baño.
Pero al regresar de nuevo a la habitación, volvió a ver a la mujer con la que horas antes se fundía desesperado en su cuerpo, en un estado avanzado de descomposición. Los ojos opacos y lentos, entre avejentados y lúgubres y que por momentos
 en blanco, como si diesen la vuelta sobre su propio eje. Su pelo era gris amarillento y algunos mechones caían a su lado como hilos tiesos. Su piel parecía un paspartú resquebrajado, una orla acartonada y tétrica. Sus hermoso pechos habían caídos mostrándose lánguidos, arrugados y mas parecidos a un odre de cabra. El hedor a putrefacción había sepultado toda la dulce fragancia anterior. 
La mujer sonreía como si nada pasase, lo que dualizaba la situación. Por un lado, su actitud normal podía responder a una actitud diabólica al completo, puesto que tenia toda la intención de aterrorizar a Julián, lo que le daba a la situación un plus mas de pánico. Por el otro, que fuera absolutamente ajena a su nuevo aspecto, lo que dejaba solo a Julián en el plano de la subjetividad.
Ahora, de su castellano arrebatado de solecismos con acento nórdico, salía una voz grave, espantosa, pronunciando palabras afectuosas y que por esto se volvían aun mas terroríficas. Al ver la cara de horror de Julián, inerte, en el umbral de la puerta y pegado al quicio, la mujer en estado de factorización intento acercarse para ver que le ocurría al hombre con el que acaba de dormir, intentando buscar esas muecas seductoras que la habían convencido para irse con él. Pero desde el rostro de Julián solo se apreciaban expresiones de espanto y horror, inmóviles en su semblante como una mascara de carnaval.
No podía emitir palabra. Mientras ella intentaba acercarse, calmarlo, mas se escandalizaba él. Extendió el brazo para poner distancia. Ya no podía mirarla mas por su cada vez mas avanzado estado de putrefacción. Ahora sus ojos eran de un pardo como solo pueden verse en algunos hongos; y su piel, a priori reseca, comenzaba a brillar con una humedad de aspecto mucoso, como si una infinita patina de seres necrófagos le devorasen la piel.  
La mujer, desconcertada, retrocedió, y al ir en busca de su ropa, Julián presto especial atención, pues su recorrido la obligada a pasar delante del espejo al costado de la cama. Cuando su figura, su horrorosa figura se reflejo ante el espejo ni se inmuto, lo que confirmaba que toda aquella transmutación mortecina era atributo solo de la mente de Julián. O no, porque  ahora surgía una tercera posibilidad: la de ser solo ella ignorante de su realidad. Para confirmar o descartar esto, tendría que tener la visión de un tercero. Mientras tanto la mujer, entre despechada y confusa, se preparaba para salir del departamento, no sin antes volver a interesarse por el estado de pánico de Julián. Hizo el ademán de acercarse, pero Julián repelo la intención extendiendo nuevamente sus brazos y escondiéndose de su miraba.
Tras el portazo que retumbo con la fuerza del despecho, Julián deambulo por su casa desconcertado. Pensó en seguirla para ver como reaccionaba la gente al verla. Entre tanta confusión, no advirtió que desde el balcón de su casa podía resolver esta posibilidad...no era un ojo dañado, unos labios hinchado, o alguna deformación llamativa disimulada por la ropa, era una persona en estado de putrefacción. Las dos o tres personas con las que se había cruzado no prestaron especial atención en ella. Solo un ventiañero se giro al verla pasar, lo que era absolutamente normal, pues le miro el tremendo culo que portaba, el mismo que, aun de madrugada, él había estrujado, cacheteado y adorado con pasión, y que ahora observaba como a una materia despreciable y temible, como toda ella. Deducido ese espantoso silogismo, estaba confirmado que todo ese mal viaje solo existía en su cabeza.
Respiro y se quedo profundamente dormido, extenuado, luego de un desgaste extremo al que lo había sometido tanto terror.
Luego de un par de horas de sueño profundo, deambulo por las calles de su barrio. Saludo a los conocidos que se iban cruzando a su paso. En ninguno advertía nada anormal. 
Comentaba el estado del tiempo con un vecino en el umbral del edificio cuando, al fondo de la calle, montada en una bicicleta, una mujer con el mismo aspecto tétrico que la anterior se dirigía directo hacia ellos. La reconoció por la bicicleta de paseo azul Decatlón, y antes de percibirla así, en ese estado de putrefacción, había sido para él ( puesto que el vecino que también la conocía del barrio ni se inmutó) una morena de estatura baja, de compactas caderas, cintura delgada, perfectos pechos, culo prieto, ojos negros intensos, rasgos aindiados que se acentuaban aun mas en su pelo azabache y un desenfrenada forma de copular con la que Julián supo deleitarse durante horas en su cama. Su voz grave, tan grave como puede ser la voz de una mujer sensual, lo saluda ahora con un graznido como de cuervo. A instancia del vecino, era evidente que era él quien las veía así, y mas aun, eran, hasta ahora, mujeres con las que había intimado. Ungido en excusas, se despidió de ambos y subió hasta el tercer piso de su departamento.
Se sentía agotado, el paso ulterior a todo gran pánico; aunque de a poco, como en toda catástrofe, comenzó a convivir con esa realidad. Pensó en hacer un recorrido por donde había mujeres que estén visibles, que no lo puedan ver y que, por supuesto, hayan intimado con él. Se le ocurrió una dependienta del barrio, en ir y espiar desde la acera de enfrente. 
Detrás de sus gafas oscuras, y tras el cristal del escaparate, otra vez el horror de un cuerpo, antes deseado, convertido en materia incinerable. De la boca pálida de la mujer, una sonrisa roedora e infinita, por la piel corroída de sus labios, cada vez que alguien requería su atención, y en el devenir, dejaba tras sus pasos varios retazos de piel muerta. Nada que hacer ante la evidencia. Era una confirmación que, esa nueva realidad se representaba con procesos idénticos. Solo restaba saber como se relacionaría con ese sentimiento único y sin precedentes.
Guareció en su casa durante días. Intento darles vueltas al asunto encarando la situación por todos los caminos posibles. En el universo de los porque se perdía hasta caer en una frustración irreparable que lo hacia encerrarse aun mas. Desde la oscuridad total, intentaba imaginar escenas sexuales en donde había sido infinitamente feliz.
Cuando por espacios oscuros, que se confundían con la realidad, se quedaba dormido, volvía hacer el amor en sueños, en escenas repartidas (con ese orden caótico que tiene el plano onírico) entre las tres mujeres que había visto deformadas por el paso del tiempo que se ensaña en los cuerpos sin vida, y se sobresaltaba al despertar en esa nueva realidad.
De toda esa cultura del encierro delimitado por las paredes de su casa, reconoció que si quería tener sexo con mujeres que no le supieran a descomposición y muerte, debía hacer por obligación lo que hasta ahora había hecho por diversión: relacionarse sexualmente con una mujer distinta cada vez, y solo una vez; es mas, apenas terminase de intimar con alguna de ellas evitar el paso de las horas para no encontrarse con el horror de esos cuerpos decrépitos. No puedo evitar pensar en el amor, en la aceptación extrema a la que estaría supeditado en el caso de enamorarse.
Por ejemplo, recordó a Roxana; su cuerpo de ébano esculpido en una piel tersa, con la misma textura de un globo. El agua sobre su cabello rizado y sobre su cuerpo siempre convertida en infinitas gotitas que se deslizaban y se unían como el mercurio, sus muslos firmes, sus contornos esculturales. Como era posible que ya no pudiese ver a esa belleza sin el deterioro de un cuerpo en descomposición. Lloró desconsoladamente, como si de repente todo se le cayera encima. Veía irse la vida en los cuerpos amados y no podía hacer nada




Se llamaba Cristina la mujer con la que Julián llevaría hasta el final su subjetivas visiones, y el encuentro transcurrió en casa de ella.
Había sido ella, en el gimnasio, quien lo había hecho casi todo para estar a solas con él; con sus miradas ininterrumpidas, allá donde él se moviese. Mientras Julián fortalecía sus pectorales, ella se ejercitaba en la maquina escaladora, justo por delante de él, dándole la espalda, bien arqueada, desde donde se deslizaban gotitas de sudor que viajaban hasta su culo en pompa. A través del espejo lo miraba, y lo invitaba a imaginar ese mismo culto de nalgas desnudas y dispuestas frente a su excitación, con la seguridad que tiene una mujer muy atractiva al borde de los cincuenta.
Desde que había comenzado su conciencia de metamorfosis extrapolar, solo había intimado con Manuela, y ésta, por fortuna, había elegido irse antes de la violenta interpretación.
Fueron apenas segundos en los que se debatió entre el placer de otro seguro buen polvo, al subjetivo y tan real horror. Decidió por el placer. Y se envalentonó aun mas con la elección cuando decidió llevar su alucinación hasta el final. Lo vio claro: la única manera de terminar con ese terror era enfrentarlo, incluso intentar regodearse en él. Entender su locura, era insertarse en ella, convivir en ella. Soportaría hasta las ultimas consecuencias, hasta ver donde podía llegar su patología.
Había pasado la noche con ella. Disfrutando como un condenado al que se le termina la libertad, Julián se había movía frenético dentro de ella. Entre sus manos, había ahorcado los tobillas de Cristina y desde estos estiraba y contraía el cuerpo de la entregada mujer. Y cuando la respiración estentórea de ella anunciaba el éxtasis, utilizo su erección como un puñal, siendo conciente que todo ese placer se convertiría, en pocas horas, en una convivencia con el estupor. Cristina se había desplomado a su lado, y aun con la carne freída por el sexo, se quedo dormida.
Julián, en cambio, estuvo en vela toda la noche, como queriendo anticiparse al horror inminente.
El insomnio fue arengado por una mezcla de terror y morbosidad; por intentar verse como un amante necrófilo, por buscar la belleza en la podredumbre, por escalar hacia los instintos mas bajos;  pasar la lengua por lo putrefacto, buscar amor y consuelo en el propio dolor. Quizás, por que no, rearmarse de amor en la catástrofe. No existe un solo veneno que no sea útil para algo, pensó.
Pero cuando despuntaba una suave luz en la ventana, y agotado por sus tribulaciones, se quedo profundamente dormido. 
A las pocas horas, abrió los ojos. Sobre la ventana, la luz destellante del alba. Apretó fuerte sus parpados, y por debajo de éstos, su visión era como la visión a través de un microscopio, con seres que se movían frenéticos por el lente.  
Con el corazón que rebotaba fuerte contra su pecho, comenzó a oler ese hedor nauseabundo de la descomposición.
Cristina ya no era la atractiva catalana origen irlandés, con su rebelde pelo rojizo encendido como la lava, su piel exquisita poblada de pecas y sus ojos azules de mirada inquisidora. Su pelo era como la ceniza, el eritrismo sexy de su piel se había convertido en un prado de fresas putrefactas,  y sus ojos languidecían. Otra vez, ante sus ojos, esa realidad sinuosa y espesa como un intestino.
Aun así, Julián tomo sus mejillas entre sus manos y la besó en la boca. Sintió esa piel fría y viscosa; sus labios, sabían a bocanadas de tacho de basura. Hasta ahora su terrible interpretación había abarcado vista, olfato y oído, pero ahora comprobó que el tacto y el gusto también se sumaban. El conjunto de su feminidad, era todo un epíteto de defunción. Por lo  poco que se había atrevido a investigar, lo que padecía, por su grado de conciencia, era alucinosis, no alucinación; la diferencia radicaba que en la alucinosis se era conciente de una subjetividad errónea, mientras que en la alucinación hay un convencimiento absoluto de la realidad. 
Con una furia que perseguía un atisbo de revelación, lamió su cuello y sintió una tremenda nausea que lo obligo a separarse de la mujer. Tras el disimulo de un repentino dolor de estomago, Cristina, desde su amabilidad pestilente, le ofreció una infusión de manzanilla, pero Julián no aceptó, pues demoraría mas su cometido de ver algo mas allá de lo hasta ahora vivido.
Volvió a besar su cuerpo y, sin amedrentarse, se sumergió en esa factorización del cuerpo antes amado. Sentía contra su pecho la piel mortecina, su pene resbaladizo entre la materia viscosa en las antípodas de la vagina. Entre la humedad de sus dedos se quedaban pegados los cabellos cenizos y tiesos de Cristina.
Mas manipulaba el cuerpo de su amante en descomposición, mas se aceleraba el proceso de putrefacción, como si sus caricias incitaran aun mas  la visita de los repugnantes organismos unicelulares
Encapsulado en ese delirio de amor cataléptico, sumergido en ese placer que ahora le daba la vida que se escapa de un cuerpo y que de inmediato es invadida por otras vidas incomprensibles a la vista humana, todo pareció encarrilarse en su interior. Pareció encontrar el único amor verdadero, el sentimiento mas profundo del amor. Todo aquella realidad que se le antojaba terrorífica, era el paso previo al inmenso goce, una especie de orgasmo constante. Julián Di Pietro, había comprendido todo en un instante, como se comprenden las cosas mas profundas, esas que carecen de memoria pero tienen mas fuerza que el recuerdo mas hondo y que, si se ven desde fuera parecen un arbitrio del destino.
Julián sintió una excitación desmedida. Un antagonismo del placer. Todo lo que le repelía hace segundos, ahora le atraía descontroladamente. Hundió su nariz en el pecho de la decrepita y respiro el hedor sintiendo un placer jamás experimentado, ni siquiera en el recuerdo del polvo mas eximio se comparaba. Lamía su piel y la encontraba como un exquisito manjar erótico. Su virilidad tiesa como el hierro, el color de su glande era punzó, como una amapola silvestre; era tanto la excitación que le lastimaba, y  por eso, restregaba como poseído por una repentina urticaria hasta incluso lacerarse el glande con la aspereza de la sabana. El tremendo hedor que lo visitaba desde la vagina, lo atrajo con la pasión devoradora de un unicelular mas, y como uno de ellos, se abría camino hasta saborear el ahora exquisito sabor a putrefacción. Con su pecho lijaba la piel el vientre de ella. Llevo su pene hasta la entrepierna, y el singular contacto de su verga con la vagina, lo sumió en un delirio extremo, como el creyente que con su dedo siente el contacto del dedo de su dios.
Subvertido por el deseo mas irresistible, penetro a la mujer y el goce fue infinito. Cristina, que al principio de ese despliegue de vigor sexual se había sumado al delirio, comenzaba a dar signos de incomodidad. Tanto frenetismo empezaba a incomodarla. Por medio de gestos, dio a entender que su satisfacción había llegado al limite. Pero Julián estaba poseído, sumido mas en una fiesta masturbatoria que condescendiente. La mujer le pidió, entre suspiros desesperados que por favor que parase, que estaba agotada. Ante la indiferencia de Julián, la mujer, aterrorizada, intentaba quitárselo de encima como a un ser indeseable.
Cristina clavo sus filosas uñas en el pecho de Julián; lejos de amedrentarlo, su propia sangre en su pecho y la horrorosa hermosura de ella, horrorosa y hermoso como puede ser una noche de tormenta en el que el cielo es blanco, lo colmo de una excitación alienante. Dos golpes certeros dejaron inmóvil Cristina, y quizá sin vida.
Con el cuerpo inerte de la mujer, Julián le hizo el amor con una pasión desmedida, como si en ello le fuese su ultimo contacto conciente con el amor, aunque no era un placer de resignación, como cuando sabemos que hay que disfrutar de algo por su inminente final; sentir los trozos de ese cuerpo deslizarse por su garganta, era el supremo goce. Entre besos inconexos por su rostro, cuello y pecho, fue devorando la piel de la mujer. Descendió hasta la entrepierna, dejando tras su descenso, en diferentes zonas del estomago, las honduras de hasta donde eran capaz de llegar sus mordiscos.
En frente a su jadeante deseo, la vagina; tomo con sus manos la cintura del cuerpo, fundió sus antebrazos entre la convexidad de las caderas; avanzo, y no se detuvo hasta recorrer el camino inverso del nacimiento. 



Andrés Casabona                                         
                                                   

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